Si tuvieras que dividir tu ser, ¿cómo lo harías?

Comenzarías tal vez por la cabeza... un tajo y adiós. Tal vez así ya no tendrías que pensar en por qué cuando te despiertas y te miras en el puto espejo sigue estando ese feo rostro. Sueles contar hasta diez ¿verdad? Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve... coño, eso es una espinilla, otra vez, uno, dos, tres... Cada segundo contando es un suspiro de salvación para el sucio espejo y para tus puños apretados.

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Luego miras tus manos en el húmedo lavamanos, ¿por qué no son más delgadas? las de tu mamá tienen uñas largas y rosadas, mientras que las tuyas se parecen a las de tu papá: palma grande, dedos regordetes y esas garras que te espantan, encajadas, que parecen desvanecerse en la piel... bien varoniles, pues, de macho, como dicen tus tías. A veces te gustaría seguir arrancando esos cueritos que duelen como un demonio. Ya ni sabes por qué los acercas a tus dientes y comienzas a destrozar sus esquinas.

Ahí estás otra vez viendo el del índice. Opaco y sin vida. Muerto. Un jalón no va a causar mucho daño. Un jalón y ya no está ese pedazo de piel que te distrae cada vez que intentas ver a tu papá a los ojos. Uno, dos, tres... contando otra vez, a ver si se te olvida que esa vaina existe.

Mientras llegas al diez tres veces, tus pensamientos se van otra vez a la tarde de ayer. ¿Qué hubiese pasado si tu hermanita no entraba a la habitación justo cuando la hojilla pendía de tus dedos en el número cinco. En ese momento, con los ojos bien pelados respiraste profundo. Dejaste un lado el insignificante acero y contaste los segundos que pasaste con tus delgados brazos envolviendo a una niña que luchaba por llevarse una muñeca de trapo.

Al abrir los ojos, ahí siguen tus ojeras viéndote a través del cristal. Y sigues contando. Incansable. Porque sabes que cuando realmente quieras dividir tu ser, apartarte de ese feo cascarón que, quién sabe quién o qué, decidió colocar para ti, para incomodarte cada día, no vas a contar hasta diez.

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